Además de la fe, estas dos santas tienen algo más en común: la valentía. Sus vidas son inspiradoras, no importa desde la perspectiva que las veas: cristianas, madres, mujeres, hijas, hermanas, prisioneras… ellas son ejemplo de amor auténtico por Jesús, de entrega sin límites y de vocación a la santidad.
Estas dos heroínas de luz son conocidas también como «la noble y la esclava». Ambas son de Cartago, una ciudad que estuvo situada al norte de África, donde se encuentra actualmente Túnez.
Vibia Perpetua había nacido en una familia aristócrata bastante acomodada y muy estimada en su ciudad. A sus 22 años, era considerada una matrona romana, lo que era equivalente a «una mujer irreprochable» o «el ideal de una mujer perfecta». Felicidad era su sirvienta, pero también su amiga. Perpetua tenía un bebé de pocos meses y Felicidad un adelantado embarazo de ocho meses.
La vida por Cristo
Corría el año 202. En Cartago florecía la fe católica. A modo de detener aquella hermosa primavera del cristianismo, el emperador Septimio Severo inició una cruel persecución contra todos aquellos que aceptaran ser bautizados. Prohibió la conversión a la religión cristiana para así frenar la misión evangelizadora de la Iglesia.
Según relata José Luis Repetto Betes en el portal dominicos.org, el emperador consideraba el cristianismo un enemigo del imperio y por eso dispuso elegir entre adorar dioses paganos o morir.
En medio de aquella convulsión fueron hechos prisioneros mientras se encontraban en una reunión, Perpetua y sus sirvientes Felicidad y Revocato, así como Saturnino y Segundo, de quienes no se tiene precisión de su procedencia. Todos habían aceptado la fe cristiana y se preparaban para bautizarse, a través del diácono Sáturo.
Los cinco estuvieron detenidos varios días en una casa bajo extrema vigilancia. Luego, fueron trasladados a una cárcel pública. Desde que su catequista se enteró de lo que había sucedido con ellos, se entregó a las autoridades declarándose cristiano. En ese momento, se marca el inicio de su tan anhelado sufrimiento a causa de su fe, porque sin excepción, cada uno de ellos encontró en este acontecimiento, el dulce amor de Dios manifestado en sus vidas y la puerta para alcanzar el cielo.
Sin mirar atrás
Los primeros días fueron insoportables, según cuenta la misma Perpetua en un diario que empezó a escribir desde la cárcel animada por sus compañeros. Se encontraban en un subterráneo oscuro, caluroso por su estrechez, maloliente, donde costaba respirar. En aquella situación, solo le preocupaba no poder estar cerca de su hijo y mantenerse firme en la fe: «Yo lo que más le pedía a Dios era que nos concediera un gran valor para ser capaces de sufrir y luchar por nuestra santa religión», narra la mártir, que junto a Felicidad es patrona de las madres y las embarazadas.
Gracias a la intervención de dos diáconos, Perpetua no pasó mucho tiempo en aquel lugar, ya que ellos lograron convencer a los carceleros de que la ubicaran en un lugar menos incómodo para que pudiera amamantar a su bebé hasta que llegara el día de la condena.
En varias ocasiones, el padre de esta santa, que era pagano, intentó persuadirla para que cambiara de opinión y desistiera de llamarse cristiana. Ella le respondió de manera contundente: «Padre, ¿cómo se llama esa vasija que hay ahí en frente? ‘Una bandeja’, respondió él. Pues bien, a esa vasija hay que llamarla bandeja, y no pocillo ni cuchara, porque es una bandeja.
Y yo que soy cristiana, no me puedo llamar pagana ni de ninguna otra religión, porque soy cristiana y lo quiero ser para siempre», se recoge en sus escritos.
De su lado, Felicidad temía no poder llegar al martirio como sus demás compañeros, ya que estaba prohibido ejecutar a las embarazadas. Como ese era su deseo, sus demás hermanos se unieron en oración y ella pudo dar a luz antes del juicio.
En medio del dolor del parto, uno de los carceleros se burlaba diciéndole que si se quejaba ahora, no soportaría cuando fuera embestida por las fieras. Ella le dijo que cuando llegara el martirio, sería Cristo que sufriría por ella.
Mientras, en la prisión, Perpetua tuvo varias visiones sobre su martirio y la corona de la victoria que les esperaba. Recibieron todos el bautismo y con este sello, animándose unos a otros, soportaron con paciencia y alegría hasta que llegara el día de dar la vida por «proclamar su fe en Jesús».
El día previo a la ejecución, a los condenados se les concedía hacer una cena de despedida. Ellos aprovecharon para celebrar una Eucaristía. «Dos diáconos les llevaron la comunión, y después de orar y de animarse unos a otros, se abrazaron y se despidieron con el beso de la paz», relata el portal de EWTN.
El siete de marzo del año 203 (otros autores afirman que fue en el 202) los seis fueron conducidos al anfiteatro para ser ejecutados en público. A los hombres los atacaron las fieras y a las mujeres, una vaca salvaje. Como Perpetua y Felicidad no murieron en el acto, luego fueron decapitadas.
Como tantos otros mártires, estas dos mujeres renunciaron a todo antes que negar su fe. Y esta verdad me caló hasta los huesos. ¿Cuánto sería yo capaz de sacrificar por Cristo?
A veces me asusta pensar en lo que Dios pueda pedirme; pero, cuando conozco la vida de santas como Perpetua y Felicidad, recobro las fuerzas y confirmo que la valentía a la que nos llama la Iglesia para anunciar el Evangelio no significa ausencia de miedo, sino seguir adelante con él y a pesar de él, confiando que Jesús nos fortalece en el camino.
San Pablo nos recuerda cuál es nuestra esperanza: «No se pueden equiparar esas ligeras pruebas que pasan aprisa con el valor formidable de la gloria eterna que se nos está preparando». (2 Cor. 4, 17)
Edición: Nazaret Espinal