Mi hija mayor tenía entonces unos cinco años y estábamos entrando en la iglesia de Nuestra Señora de la Merced, en Costa Rica, para la celebración del Viernes Santo. Justo a la entrada principal de la iglesia, a mano derecha, había y todavía está ahí, un crucifijo de unos ocho pies de alto. Mi hija lo miró atentamente y me preguntó: “Papa ¿y qué le pasó a él?”. Lo único que pude decirle fue: “Y nos amó hasta el fin”.
Hemos iniciado la celebración más importante que tenemos los cristianos, los católicos en todo el mundo: la celebración de la Semana Santa o Triduo Pascual, como solemos llamarle de forma más técnica. Me gustaría, sin embargo, que le diéramos otro nombre. ¿Qué les parece si le llamamos “la celebración del Amor”? Es que esta celebración es precisamente eso: la celebración del infinito amor que Dios tiene por ti y por mí.
Algunos pensarán: “Pero ¿cómo que es una celebración?”. Argumentarán que desde su inicio hasta el fin es una tragedia: Cristo es traicionado, arrestado, acusado injustamente, flagelado, coronado, condenado, cargado con la cruz, crucificado y muerto en una de las maneras más crueles que una persona podría morir, en una cruz, clavado de pies y manos, y por tres horas sufre la asfixia más cruel que podía experimentar, porque al llenarse sus pulmones de sangre, no podía respirar. “¿Qué tiene esto de celebración?”, pensarán. Pero no perdamos de vista lo siguiente: fue Cristo mismo quien dijo: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Más aún, a sus discípulos les dijo: “¡Cuánto he deseado comer esta Pascua con ustedes antes de que padezca!” (cf. Lc 22, 15-16). Cristo mismo anheló este momento y se entregó a él libremente, porque sabía que de esa forma el amor que él les había demostrado a sus discípulos y del cual había predicado (el amor del padre que salió a buscar al hijo prodigo todas las mañanas, el amor que salió al encuentro de los pecadores, los enfermos y los más necesitados) iba a quedar sellado de una vez y para siempre, precisamente en esa cruz.
Cristo quiso que, por medio de su pasión, muerte y resurrección, quedáramos libres de los funestos resultados del pecado: la esclavitud del mismo y la muerte. Sus palabras las iba a avalar con el hecho de su entrega personal por todos nosotros. “Pero yo no pedí que se entregara por mí”, dirán otros. Justamente en eso radica la grandeza de esta celebración: en la gratuidad y la generosidad de la entrega de Cristo. El amor auténtico y verdadero tiene precisamente esas características: no espera nada a cambio, es gratuito y generoso.
Muchos no valoran este hecho. En estos días tan importantes se presentan tantas distracciones en cosas temporales y diversiones pasajeras. ¡Esta celebración es acerca del deseo de Dios de liberar nuestros corazones de todo aquello que no nos permita ser plenamente felices y de nuestra salvación! Por eso la misma tiene dos dimensiones: la inmediata y la futura. La inmediata tiene que ver con el gozo y la paz que todos anhelamos y buscamos de diferentes formas, pero que no dejan de ser alusivos, pues como dice el libro del Eclesiastés (2, 11) son “como atrapar el viento con la mano”, lo sentimos pero no podemos poseerlo. Por eso, cuando creemos que hemos logrado alguna medida de gozo y paz, nos damos cuenta de que aún en el corazón late el deseo de algo más profundo. Cristo nos dijo: “Les he dicho todas estas cosas para mi gozo esté en ustedes y su gozo sea completo” (Jn 14, 11). Sólo Cristo puede darnos un gozo que es imperecedero (que no se acaba), pues no está sujeto a las cosas, logros o diversiones temporales, sino que tiene como fundamento el sacrificio de la cruz. Solo él puede liberar el corazón del hombre y la mujer de toda ansiedad, frustración, tristeza, soledad, celos, envidias y ayudarle a romper con las cadenas de los vicios, precisamente porque en un acto de amor infinito se entregó por ti por mí. Su amor nos alcanzó la libertad. Por lo tanto, podemos verdaderamente vivir en el gozo y la paz que él alcanzó y tanto anhela compartir contigo y conmigo.
Es futura, porque precisamente por su muerte y resurrección, nos abrió las puertas de la vida eterna, para que todo aquél que creyera en él y le siguiera, le acompañara a donde él está: a la casa de su Padre, que también es nuestro Padre (cf. Jn 14, 1ss). Como el amor es vida y ésta debe celebrarse, así también la celebración del amor de Dios por nosotros es también la celebración de la vida. Celebramos la vida de la gracia, de la amistad con Dios, de nuestra reconciliación con él y la reconciliación con y entre nosotros mismos. ¡Ésta es la celebración más importante de tu vida y no hay otra que se pueda comparar con ella!
Dondequiera que te encuentres en estos días, haz una pausa y medita en estas palabras: si alguien te ofrece un regalo que puede cambiar tu vida para siempre, ¿cómo lo recibirías?, ¿con indiferencia?, ¿lo rechazarías? O simplemente, ¿lo guardarías en un rincón? Jesús, a través de la celebración de los misterios pascuales, te ofrece en estos días el regalo más valioso e importante que puedes recibir en tu vida. No hay oro o diamantes en todo el mundo que se puedan comparar con él. No hay absolutamente nada en este mundo, por placentero que pueda ser, que te pueda dar el gozo y la paz que tanto anhelas. Ábrele el corazón a Jesús, porque el regalo que te está ofreciendo es: ¡su vida misma!
Diácono Jorge González
Diócesis de Brooklyn, Nueva York