Desde que tengo uso de razón, siempre he estado cerca de Jesús. En primer lugar, porque crecí en una familia devota, donde Él siempre ha estado presente; en segundo lugar, porque fui formada en una escuela dirigida por monjas teresianas.
Durante la adolescencia sufrí un cierto alejamiento, algo que regularmente sucede en dicha etapa de la vida. Ahora bien, recuerdo que en ese período de sequedad sentí una fuerte necesidad de acudir al oasis, que es Jesús, y poder saciar mi sed. De algún modo, era consciente de que solo su amor podía llenar plenamente mi corazón.
Por otro lado, durante ese tiempo de sequía, María siempre estuvo presente caminando a mi lado y buscando la manera de llevarme de vuelta a su Hijo, Jesús. Lo cual sucedió más adelante, estando ya en una etapa más adulta y con mayor grado de madurez, donde mi corazón se había convertido en una vasija perfecta para ser habitada.
Cuando estaba cursando mis estudios universitarios conocí a quien hoy es mi esposo, y con quien formé una hermosa familia junto a dos hijas ejemplares, que hoy son mujeres de bien.
Iniciamos una vida comunitaria, junto a un grupo de hermanos, y entre momentos de alegría e instantes de tristeza, tomé mayor consciencia del rol de nuestra Madre María: su entrega, su valiosa compañía y protección, y su efectiva intercesión; por lo que, cada día aumenta mi amor hacia ella y procuro invitarla y acercarme más y más. Son muchas las veces que he sentido su presencia y estoy convencida de que ha estado a mi lado y con mi familia.
Tengo tantas vivencias con nuestra Madre María que faltarían líneas para enumerarlas. Recuerdo en particular una vez que la vi en sueños, pero fue algo tan real que quedé gratamente marcada con dicha experiencia. Padezco una fuerte enfermedad autoinmune, cuyas crisis detonan cuando vivo momentos de estrés; en algunas ocasiones me han llevado a estar muy cerca de descansar en los brazos del Padre.
En este tiempo de pandemia, el Covid-19 llegó a mi hogar a través de mi esposo y una de mis hijas, cuyas pruebas resultaron positivas; bajo mi circunstancia, la ansiedad se apoderó de nosotros y por ende el estrés. Asimismo, mi hija mayor, durante el período inicial de la pandemia, vivía en un país azotado por el virus.
No obstante, en medio de toda esa ansiedad, viví unos de los momentos más hermosos de mi vida al tener una nueva experiencia en sueños con nuestra Madre, la Virgen María; ella con tanto cariño, me susurró que todo estaría bien y fue cuando mi corazón se rebosó de una paz divina que sobrepasa todo entendimiento y echó fuera el temor.
Gracias a Dios, y por lo complejo de mi enfermedad, Dios me ha protegido y no me he contagiado a pesar de haber estado rodeada de personas que lo han superado (mi esposo, mis hijas, mis padres, mis hermanos, mis amigos, mis compadres… en fin, muchos de los seres que amo). Ahora bien, en este momento de mi vida, mantengo la certeza y la paz de que en caso de que me contagiase, sería parte del plan perfecto de Dios, quien nunca nos abandona y siempre desea lo mejor para todos nosotros, sus hijos.
También sé que, de llegar a ser contagiada, mi enfermera especial sería nuestra Madre María, quien seguiría intercediendo ante su Hijo por mi recuperación; mantener una cercana relación con ella, me ha ayudado a cultivar la paciencia, la obediencia y el amor.
Para mí, una de las principales vías con las que me mantengo en comunicación con la Madre, es a través del rezo del Santo Rosario. Este me ayuda a meditar y a entrar en gratos momentos de contemplación acerca de la vida de Jesús y de forma constante y efectiva, me conduce siempre a Él. Es por ello que te invito, si no lo has hecho ya, a que le abras y le des cabida en tu corazón y te aseguro que no te arrepentirás.
Maribel Ortiz
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