Mientras leo en el Devocional Paloma acerca de misterios y maravillas que han descubierto santos y místicos, y las palabras de Nehemías que en el capítulo 6, versículo 16, señala: “Tuvieron que reconocer en eso la obra de Dios”, recorro mentalmente los innumerables milagros que mi familia ha tenido el privilegio de vivir desde antes de mi nacimiento. Pero hay uno que los sobrepasa a todos, porque los segundos en que se desarrolló cobran sabor a eternidad.
Entre esos casos que no son muy frecuentes, estaba el de mi mamá; ella ovulaba cada 7 años y así nos concibió a mi hermano mayor, a mí y a mi hermana más pequeña. Era una mujer de una fe inquebrantable, que tenía esa certeza en que los milagros se materializan si se acompañan de una gran dosis de confianza en Dios. Y así, con tan solo 7 años fui testigo de uno de tantos que marcó mi propia historia de salvación.
Nos encontrábamos en el vehículo, mis padres, mis hermanos y yo rumbo a casa de unos tíos por el fin de semana. Había llovido y mi padre frenó sobre un charco, perdiendo el control del guía. El carro dio un viraje y, luego de atravesar varias veces la avenida George Washington, de Santo Domingo, en los alrededores de Casa España, finalmente se dirigió hacia el Mar Caribe. Recuerdo perfectamente el azul del mar porque estaba sentada en la parte trasera, justo en el centro del carro. En fracciones de segundos, mi madre gritó fuertemente: “¡María Auxiliadora no nos dejes morir!”. En un abrir y cerrar de ojos, el vehículo fue “colocado” sobre el arrecife encontrándonos estacionados en una de las partes más profundas y estrechas del litoral de esa avenida, contra las leyes de la naturaleza. Mi mamá rompió el silencio nuevamente llorando porque pensaba que mi hermanita, de pocos meses de nacida, había fallecido en sus brazos.
Mientras tanto, me preguntaba si estaba soñando y por qué no nos encontrábamos en el fondo del mar. Me era difícil procesar todo aquello, a pesar de que aún la inocencia me permitía creer en la posibilidad de muchas cosas. Mi hermano me abrazó al verme catatónica y me dijo: “No te preocupes Manita, estamos vivos”. No bien acababa de escuchar sus palabras, cuando abrió la puerta del lado de mi mamá un señor vestido de negro muy elegante, con traje, sobretodo y un paraguas abierto porque lloviznaba. Le dijo: “Señora, esto ha sido un milagro”. Mi mamá le expresó: “La niña, ¡la niña está muerta!”, a lo que él le respondió: “No se preocupe señora, soy pediatra”. Ahí, en ese lugar inaccesible, colmado de rocas, ¡rocas vivas!, apareció un doctor, ¡un pediatra!
El doctor observó a mi hermanita y aseveró nuevamente: “Señora, esto ha sido un milagro.” La niña estaba dormida y aún continuaba dormida. Entretanto, unos bañistas que regresaban de vacacionar, y se transportaban en un autobús, habían observado el accidente completo y comenzaron a descender de su vehículo. Recuerdo que parecían hormigas desde donde los veía. Uno de ellos me cargó, porque no me podía sostener en pie entre las rocas al salir del carro, y me llevó junto a mi familia, que comenzaba a subir hacia la avenida. No volvimos a ver al “pediatra”. El vehículo estaba intacto, las gomas intactas, todo lo que teníamos en el baúl intacto, y otros innumerables detalles que confirman la trascendencia de lo que acabábamos de experimentar. Fueron necesarias dos grúas de brazos extendidos al máximo para poder subirlo a la avenida, y fue manejado posteriormente por un chofer que lo trasladó hasta la casa de mis tíos, porque se encontraba en perfectas condiciones.
Acontecimientos como este nos definen, nos permiten vivir en una dimensión diferente porque tenemos la seguridad plena de que cuando Dios actúa, comenzamos a transitar la tierra de todas las posibilidades.
-Liset López Taveras