Nuestra madre, la Iglesia Católica, nos invita a prepararnos durante el período de Cuaresma, para vivir de manera plena y consciente el misterio de la muerte y resurrección de Jesús. Nos anima a acompañarlos en la soledad, para luego poder celebrar la alegría del reencuentro.
Durante este tiempo, desde el Miércoles de Cenizas hasta el Jueves Santo, recordamos los 40 días que Jesús estuvo en el desierto, empujado por el Espíritu, tal como plantea Marcos de manera hermosa y parca. Los evangelistas Mateo y Lucas, por su parte, nos ofrecen más detalles. Jesús se encuentra solo en el desierto, ayunando. Vence la tentación. Más tarde, los ángeles le sirven y lo acompañan. Las imágenes que se desprenden de estos textos son bellísimas, profundas, inagotables.
El desierto es un lugar de soledad, que por lo regular se asocia a penurias y castigos; sin embargo, también es un espacio de encuentro y de revelación. En el desierto vagaron los israelitas antes de llegar a la Tierra Prometida como reprimenda por sus acciones (Núm 14, 33). Es el desierto el lugar que el Padre escoge para hablar de amor, al corazón de un Pueblo que, pese a su infidelidad, promete restaurar (Os 2,14). Sin duda un gran contraste. Sucede lo mismo en nuestras vidas. El desierto, la soledad, puede ser un espacio de dolor, de desesperación y de desesperanza, pero, también puede ser el lugar donde Dios se nos revele.
No es lo mismo estar solos que sentirnos solos. Puede que nos sintamos solos, incluso, rodeados de gente. En el mundo de hoy, millones de personas viven, o mejor dicho, sobreviven, con esta profunda sensación de aislamiento, anhelando verdadera compañía. La soledad cubre con un manto de oscuridad a hombres y mujeres. Se les ve callados, jóvenes y marchitos, totalmente alineados, con la cabeza sumergida en un mundo de plástico. Al pasar los años, ocupan espacios habitados por el olvido, porque no caben en el hogar que construyeron, no hay tiempo para ellos, para sus achaques y recuerdos; hay que producir.
La soledad afecta la salud física y mental. Aumenta las probabilidades de sufrir enfermedades cardíacas y problemas de memoria. A la vez que reduce nuestra capacidad de lidiar con el estrés de manera adecuada, debilita las defensas del organismo, haciéndonos más propensos a enfermar. Modifica la forma en la cual pensamos. Puede que nos haga creer que no somos valiosos como personas, que solo podemos esperar del mundo y de quienes nos rodean. Desde esta perspectiva, el aislamiento podría parecer un lugar seguro.
Tal como Jesús, cuando atravesamos el desierto de la soledad, podríamos ser tentados, al menos de tres maneras. La primera, intentando convertir las piedras en panes (Lc 4,3). La necesidad de afecto, de bienestar, puede llevarnos a intentar saciar el hambre de compañía: con relaciones estériles, con personas y cosas. Ni el alcohol, ni las luces de los bares de moda, ni las sábanas tibias de un encuentro casual podrán saciar la necesidad de un vínculo real, que solo se consigue a través de Dios y con aquello que viene de Él.
La segunda tentación pudiera invitarnos a subir a lo alto del templo (Mt 4,11). La desesperanza puede llevarnos a considerar que solo una intervención divina podrá salvarnos del peligro al que nos hemos expuesto. Una falsa confianza en Dios nos puede conducir a la inacción, a la creencia errada, de que Dios se ocupará, sin hacernos responsables personalmente sobre lo que está a nuestro alcance hacer. Nuestro Señor multiplicará nuestros panes y nuestros peces.
La tercera de las tentaciones nos lleva a contemplar los reinos de la tierra (Lc 4, 5). Muchos nos perdemos en los caminos del éxito económico y del reconocimiento social, buscando el aplauso y la alabanza, creyendo que esto nos ayudará a dejar atrás la sensación de desconexión que nos aplasta. ¡Qué equivocados estamos! Lo que realmente buscamos es sentir que contamos para el otro, que somos valiosos y esto no se halla en las alfombras rojas ni en los primeros lugares.
Cuando nos abandonamos a Dios y confiamos en su Palabra, los ángeles nos visitan. Para esto es necesario que miremos la soledad como una oportunidad, no como una condena. Dios nos puede hablar en el silencio. Escuchemos su voz. Él, que es Padre bueno, nos revelará su rostro. Abramos el corazón. Así mismo, es necesario que dejemos de actuar en base al miedo que nos paraliza, que nos convence de que no le importamos a nadie y que no tenemos nada que ofrecer. Dejar atrás estas mentiras nos permitirá acercarnos a quien nos quiere cerca y nos conducirá a respetar la distancia de quien prefiere estar lejos.
Resulta imprescindible, además, que descubramos y redescubramos actividades que hagan florecer nuestro tiempo, como escribir, caminar, cuidar plantas o tener una mascota. Servir, también, ayuda, sin duda. Salir de nuestro aislamiento al encuentro con otros puede ser sanador. Hay quienes, quizás, aguardan el consuelo de una llamada o de una visita de nosotros. Seremos pues, así, ángeles para otros; y de nuevo, seremos testigos del triunfo del amor sobre el miedo, de la vida sobre la muerte.
– Miguelina Justo