En el 2024 cumplo 80 años. Cada día que pasa me asombro más de lo rápido que va el mundo. Nunca pensé, siendo niño, que un día venderían el agua que beberíamos y mucho menos, que cada ser humano andaría con un teléfono en la mano para mantenerse comunicado y estar al día recibiendo noticias de las guerras y los desastres que ocurren en el universo o en el planeta que habitamos. Vivo en el asombro constante intentando pasar desapercibido en un mundo que, en lugar de caminar hacia la paz, se perfila constantemente hacia la guerra y la destrucción.
Intento estar al día, no ser más viejo de lo que ya soy, escribo en mi ordenador y al igual que mis pares, tengo un celular que me mantiene al alcance de todo aquel que quiera comunicarse conmigo.
He perdido la libertad, lo reconozco; me aturden las noticias que me bombardean por todos los medios donde ondea una cultura del dolor y del escándalo. Me asusta el mundo que dejaré a mis hijos y nietos, el desamor que se vende en todas las vitrinas existentes y la pérdida de valores que intentan igualarnos.
¿Hacia dónde vamos?, me pregunto constantemente sin miedo a que me consideren un anciano que dado en el siglo pasado. ¿Qué nos está sucediendo a los seres humanos que insistimos por todos los medios en destruirnos y destruir nuestro hábitat? Nada hago con lamentarme constantemente; con sumarme a la corriente de derrotados que ya son demasiados, y ver cómo día a día la muerte y no la vida es el motivo de glorificación.
Hace un tiempo, veinte años, me pidieron que escribiera una columna en la última página de una revista del Diario Libre. Cuando la editora me pidió un título, sin titubear le contesté: “Celebrando la vida”. ¿Cómo así?, me preguntó, ¿y qué vas a celebrar?, agregó. De inmediato le respondí: no escribiré nada que vaya en contra del privilegio que me dieron de existir, solo daré buenas noticias. Hablaré de la parte más bella del ser humano, de la bondad, del perdón, del amor que duele, de la esperanza y de los sueños. No ha sido fácil, pero de una u otra manera he podido, sin fallar, mantener esa columna que no tiene más pretensión que hacer que quien la lea quiera celebrar la vida y que no sea con lo que pudiera tener, sino con lo que se 1 tiene en ese momento. Sé que la vida debe de ser una celebración.
Nacimos para ser felices o por lo menos intentarlo antes de regresar a la eternidad. Decidí sembrar esperanza, utopías, reinos posibles, que mis lectores encontraran en el verdadero amor, una razón para caminar en este valle de lágrimas que por momentos se nos hace tan difícil.
Quise abrir una ventana donde gritar que es posible ser feliz, que la verdadera felicidad está en las cosas más simples; que no nos dejemos engañar con los miles de espejismos que nos venden a diario y que la vida no está en la mentira ni en paisajes inventados para confundirnos. Que existe un camino ya escrito y que aquellos que quieran andarlo encontrarán la verdad y la felicidad y espantarán los miedos.
Hoy sé que es complicado sobrevivir con tanta confusión y mentiras vendidas como verdades; sé que es más fácil dejarse llevar por la corriente falsa que impera en el mundo, pero insisto en que la prisa solo nos lleva al desastre y que, si no hacemos silencio dentro de nosotros mismos, estamos abocados a la oscuridad y al dolor.
Este modernismo que ondea en todos los medios no es más que una campaña para que, como ovejas ciegas, nos dejemos conducir a la perdición. Hay palabras que han comenzado a erradicarse de nuestros códigos de vida: fidelidad, compromiso, honestidad, humildad, entrega… intentando hacernos creer que el fin justifica todos esos desaciertos.
El dios dinero y el dios poder invitan a hacer cualquier cosa para llegar a ellos. El dinero, cuando no se usa debidamente, es un arma muy poderosa para perder la cabeza y transformarnos en verdaderos monstruos desalmados. Cuando reina el egoísmo y olvidamos la solidaridad con quienes nos necesitan, caemos en el pozo de la ignominia y de la vergüenza. El día que entendí que podía cambiar al mundo cambiando yo, comencé mis ejercicios de alegría y perfección. Cada mañana me propongo ser un mejor ser humano, cada día intento dar todo el amor posible, recordando aquella frase, no recuerdo de quién, que decía que cuando me miren sepan que soy un hombre de bien.
La transformación del mundo está en las manos de cada uno de nosotros, en nuestros ejemplos, en nuestra manera de comportarnos, de ser conscientes de nuestras obligaciones y no dejarnos contaminar con la cultura de la envidia, del odio, del abandono, de la deshonestidad y la falsedad. Caminar persiguiendo la luz y la paz. El camino ya fue diseñado por el Maestro Jesús, perdernos no es posible. Contagiemos al mundo con nuestro entusiasmo, reforcemos nuestra fe con pequeños actos y en unión de nuestros hermanos proclamemos el verdadero amor.
-Freddy Ginebra