Me has llamado y voy.
Nunca es largo el camino cuando se ama,
cuando se te ama hasta el extremo,
sobrepasando los límites de mi pobre entendimiento.
Oh Rey, que lees mis cartas
antes de que el corazón las escriba.
Eres Señor de la creación,
de cuerpos celestes perfectamente alineados,
de la tierra húmeda y fértil
donde brotan árboles de frutos dulcísimos al paladar.
Del espectro infinito de azules
de todos los mares, lagos y chorreras
que al desprenderse de sus alturas
gritan continuas alabanzas de espuma.
Rey de criaturas que habitan el mar y la tierra,
que despliegan para ti sus mejores galas,
danzas y trinos.
Rey de la luz de los astros,
del sol que en la rosada aurora acaricia y besa,
y en el desierto quema y llora
cuando los hermanos se destruyen
y tiñen de sangre las dunas.
Rey de reyes y un Reino
que no es de este mundo,
que pagaste con el mérito de tu entrega en el madero
y tu gloriosa victoria sobre la muerte.
Aquel último suspiro de amor y perdón
ante tus verdugos, lo replico en este instante,
para cubrir de besos tu ofrenda
y aceptarla en nombre de todo aquel
que carga con el engaño de que no te merece,
de que sus pecados sobrepasan
una sola gota de tu sangre.
Quizás hoy, leyendo estas letras,
decidan dar su sí confiado
y arrepentimiento sincero.
Día y noche relato nuestra historia,
no descansaré hasta que todos te amen,
no con los labios, sino con la vida.
Me acompañas en silencio,
como pastor a sus ovejas,
también me anhelas.
Es dura la espera,
persigo tu voluntad,
y despistada como soy,
he visto rodar más de una vez
esta preciosa corona que entrona mi alma
y me recuerda mi dignidad.
Soy una princesa con cicatrices,
con el corazón restaurado,
con sonrisa enamorada.
Soy protagonista de poemas y cantares,
a quien llamas “mi bien amada”, “mi hermosa”.
Te aseguro, Señor, que a veces lo creo,
a veces me veo en tus ojos
y apenas me reconozco.
El camino, la verdad y la vida,
que eres tú, me han enseñado tanto,
en esta ruta que busca tus huellas:
que soy responsable de animar
a este mundo que tú amas,
que no puedo quedarme en el duelo,
en la enfermedad, o en los obstáculos.
Que, si no soy la última y servidora de todos,
no llegaré pronto.
Que, si no hago valer la justicia,
soy cómplice; si no me ocupo de estos pequeños tuyos.
Que no me diste espíritu de cobardía,
sino de valor;
tu Paráclito me instruye
y gime en las noches
por mis batallas y los míos.
Que soy hija de una Reina,
y de su humildad recibo fuerza y ternura;
el ejemplo de fidelidad
que a todo un Dios enamoró.
Me llamas y voy;
no puedo prometer que mi corazón
sea capaz de contener tanto,
a veces lloro de impotencia,
porque quisiera ser, desde ya,
inmaculada para ti.
Te amo, con amor eterno,
con un sí anticipado,
entrego todo lo que me has encomendado,
y suplico a cada paso que ninguno se pierda.
Que seamos uno como Tú y tu Padre son uno,
como Tú y yo lo somos
cuando como y bebo de los frutos
del árbol de la vida,
hasta el fin del mundo.
El fin de mi peregrinar
y la inimaginable fiesta del reencuentro.
¿Saldrás corriendo a abrazarme
y cubrirme de besos?
Me llamas y voy,
mi Rey y mi Todo;
que se postre lo creado
ante mi Amado,
por los siglos de los siglos.
– Hortensia Álvarez
Breve Testimonio:
El mismo día que fui invitada a escribir un artículo para el mes de noviembre, con el tema «Jesucristo, Rey del Universo», me encontraba temprano con una compañera del trabajo, orando frente al Santísimo del colegio. Es sencillo y bello, apenas una mesa y sobre ella el tabernáculo de madera revestido de terciopelo rojo. Mirándolo, pensé: «El trono». Compartí emocionada ese suspiro de mi Señor. En la tarde, la llamada y el tema. Para el mes en que se casan mis hijos Natalia y Jean. Es como si Dios me reafirmara una promesa, esa que nos hace a todos: «Ocúpate de mi Reino que yo me ocupo de los que amas». A mi hija y su esposo, a cada matrimonio sacramental para que sea signo de las bodas del cielo, a cada familia le dedico este escrito, que es para gloria de Dios.