Al crecer en un hogar religioso y creyente, desde pequeña me sentía unida al Señor. Cada vez más quería sentir su presencia, aunque había momentos en que pensaba que me faltaba algo; y un domingo cuando salí de la Misa, le dije al Señor: “Salí de la Iglesia y qué?”, me sentía vacía. Al domingo siguiente me encontré en Misa con una amiga de infancia y me preguntó qué era de mí. Le conté cómo me sentía y me dijo: necesitas congregarte; tengo un grupo de oración en casa, trata de ir. A partir de ese lunes, empecé a asistir al grupo. Fue impresionante lo que sentí: paz, gozo y una presencia del Señor hermosa con un llanto que no se detenía. Mi vida cambió, empecé a hacer cursos de todo tipo, talleres y retiros, buscando cada día su presencia, y lo logré.
En una de mis frecuentes visitas al gastroenterólogo, este me indicó colonoscopía. El resultado fue un cáncer rectal. El doctor me envió al cirujano y nos dijo a mi hija y a mí, que lo que procedía era una cirugía que conllevaba quedar contra natura, o darme quimio y radioterapia; mi hija le preguntó acerca de lo que él me recomendaba y él nos dijo: para empezar, podemos iniciar con las terapias. Luego de la consulta mi hija me dijo: Qué extraño mami que no te pusiste triste ni lloraste; le dije: no puedo hacer nada, el Señor sabrá.
Mi hija, muy preocupada por la situación, les solicitó a unas amigas que asistían a un grupo de oración que si podrían ir a mi casa a orar. Llegaron esa mañana dos de sus amigas y nos reunimos; fue un momento impresionante, de profunda oración y alabanzas. Me impusieron las manos y con mis ojos cerrados, tuve una imagen mental: vi con aspecto deslumbrante al Señor imponerme sus manos, imposible de describir esa luz que irradiaba. De repente, como torrente de agua, lágrimas caían de mis ojos.
El domingo de esa semana, una de las amigas me llevó una oración de sanación profunda y me dijo que la leyera con fe, para que el Señor obrara en mí; una tarde le oré al Señor:
«Si tú me sanas, proclamaré dondequiera que esté que tú eres un Dios sanador y de poder».
Al término del tratamiento, el oncólogo me indicó una rectoscopía para ver qué tanto había respondido a las terapias; el gastroenterólogo realizó el estudio y nos dijo: todo muy bien, solo encontré una cicatriz; mi hija y yo nos miramos y le digo: doctor nunca me han operado en esa área de mi cuerpo, y me contestó: no sé, eso fue lo que vi.
Entendí que el Señor había hecho una obra hermosa en mi vida, acercándome más a Él, cambiando mi forma de vida, dejando de valorar las cosas del mundo y viviendo más entregada, consciente de su presencia.
– Adalgisa Martínez de Paulino