Yo era un burro envejecido antes de tiempo. Maltratado, aplastado durante años bajo un cruel aparejo que sostenía dos pesadas tinajas de agua. Me sabía de memoria todos los caminos de Belén y sus alrededores. Siempre acarreando agua. Mi único momento de gloria era cuando Simeón, mi amo, regalaba el agua a quien no podía pagarla. Se ponía solemne, citaba al profeta: – “Vengan a beber agua los que no tienen dinero” –, llenaba el cántaro hasta los bordes y lo devolvía, con una mezcla de compasión y alegría.
Simeón, con su barba blanca y su voz profunda, parecía el mismísimo Todopoderoso dando vida, mientras yo me moría de sed, aplastado bajo el peso del agua y del sol. Pero de eso hacía años. Simeón dejó los negocios. Un burro amigo lo ve a menudo en el pórtico del templo. Me dice que parece un guardia, vigilando a todos los que cruzan por esa puerta.
En mi familia contábamos con burros nobles en el palacio de Herodes. Un pariente burro siempre fue la bestia favorita de Maltace, la preferida de Herodes por un tiempo. En mi familia había burros religiosos al servicio del templo en Jerusalén, burros comerciantes, viajeros de caravanas, y burros que sudaban sudores imperiales, trabajando para las tropas romanas en la Ciudad Santa. Y luego estaba yo, un burro retirado, arrumbado como quien no sirve para nada, amarrado a las pequeñas diligencias de gente pobre, sin honor ni gloria. El aparejo me había roto la espalda, me dolía el pecho y mi lomo estaba lleno de mataduras feísimas. Ninguna burra se fijaba en mí. ¡Quién me iba a decir a mí, que terminaría mis días en una cueva, establo desvencijado de gente pobre, oyéndole a una vaca llorar sus becerros idos! Yo era, en suma: ¡un burro aburrido!
Hacía frío y caían rápidas la noche y la nieve en este diciembre burocrático de censo, colas y registros. Miré indiferente a la pareja joven. No me molestan los viajeros, sobre todo si limpian la cueva y son gentiles.
– María, no andes levantando esos troncos. Déjame la limpieza y el fuego a mí. Siéntate tranquila. Tu hora no está lejos –.
– José, tápate mejor con la manta. Tú siempre tienes frío en los pies –.
En medio de la noche, sentí la presencia del niño en la cueva. Su llanto firme se confundía con la alegría dulce de José y María.
Luego, José nos reclutó a mí y a la vaca (el burro alante…) para darle calor al niño, que tiritando de frío, lloraba y agitaba sus bracitos. Luego enredaba sus deditos traviesos en mi pelambre y dejaba descansar su mano en el calor de mi pecho roto, largo rato.
Desde aquella madrugada, mi cueva estaba tan invadida de pastores, que ya no era mía. Jesús, (así le iban a poner), se iba adueñando de todo entre llantos y risas.
Mirando a la Doña, nadie sabría decir, si María era más feliz cuando tenía al niño en sus propios brazos, o cuando lo iba compartiendo entre pastores y visitantes, soñolientos y andrajosos. Fue justamente aquel gesto, aquella manera feliz de ofrecer y entregar al niño, que me recordó a Simeón regalando el agua, citándole al profeta Isaías a quien no podía pagarla.
Desde aquella madrugada, ya no soy aquel burro amargado, eterno mendigo frustrado por no haber sido un burro militar, comerciante, político o religioso. Ahora soy un burro dichoso. Gasté mi vida, acarreando agua y dándola gratis a quien no podía pagarla. En mi vejez, he tenido un hijo y hasta nietos. Todos llevamos una mancha blanca en el pecho, donde mismo puso la mano aquel niño. Desde entonces, mi única pena es no haber regalado más agua.
Dinámica o preguntas para compartir en grupo:
– Manuel Maza, S.J.
Este cuento apareció en el libro A Belén para amar y servir. Cuentos de Navidad para niñas y niños de todos los tamaños (2001), de venta en Librería Paulinas, Cuesta Centro del Libro,“Tuslibrosencasa.com” y en el Instituto Bonó, C/Josefa Brea No.65, Tel.809 682 2231
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