SOLO UNA SEMANA AL AÑO ES SANTA por P. José Puerta

marzo 1, 2023

 

Querida familia:

La Semana Santa es «Santa» porque Santo es su protagonista. Lo decimos porque Él ha querido santificarla con su pasión, muerte y resurrección. El carácter de la Semana Santa es una mezcla de emociones humanas, donde experimentamos grandes momentos de alegría, de gozo, como aquella entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, o cuando en la Última Cena se nos dio a sí mismo en la Eucaristía. Estos son momentos de gran alegría, pero al mismo tiempo están contrarrestados por su vía dolorosa, por su camino hacia la crucifixión y a la muerte.

Iniciamos el Domingo de Ramos, también conocido como Domingo de la Pasión del Señor, marcando la llegada de Jesús a Jerusalén. Muchos vieron al Señor como el candidato prometedor de Mesías, que restauraría la grandeza de Israel como en tiempos de David, y por eso lo recibieron con palmas. Definitivamente un reconocimiento de la realeza de Cristo, de la llegada de un Reino que, no siendo de este mundo ni a la manera de los hombres, sería implantado definitivamente en la tierra. Es ese Reino que pedimos en el Padrenuestro, es el mismo del Padre. Así lo comprendió el buen ladrón cuando afirmó su fe en la cruz, diciendo: «Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino» (Lc 23, 42) El reino de Dios significa la autoridad de Dios en nuestros corazones; significa esos principios que nos separan del reino del mundo y del diablo; significa el benigno predominio de la gracia; significa la Iglesia como institución divina por la que podemos estar seguros de alcanzar el espíritu de Cristo y así conseguir ese último reino de Dios, en donde Él reina eternamente en «la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, junto a Dios» (Ap 21,2).

En el Lunes Santo, Jesús fue uno de los miles que se dirigió al Templo. Aquel Templo repleto de actividad, de ruido, de venta de animales para los sacrificios y de cambistas de monedas. Todo este movimiento ofendió profundamente al Señor por la avaricia de estos oportunistas, que ponían por delante su ganancia personal frente al valor del sacrificio sagrado que se ofrecía a Dios. Muchos hablan de una «santa ira» que tuvo Jesús, al voltear las mesas y todo lo que allí había. Quien había entrado al Templo no era simplemente un peregrino buscando cumplir la ley y ofrecer los sacrificios (el mismo en cuatro días sería la perfecta víctima del último y perfecto sacrificio) sino el único que tenía la autoridad divina para purificar la Casa de Dios.

Entre el Martes y el Miércoles Santo, la cronología de los evangelios nos reporta que Jesús pasó mucho tiempo en el Templo, enseñando y predicando a las multitudes que se reunían allí. Las autoridades judías, sacerdotes y fariseos, confrontaron a Jesús, pues se sentían amenazados por su influencia y enseñanzas. Le hicieron muchas preguntas capciosas buscando que se equivocara, que dijera alguna blasfemia o que se contradiga, o peor, que no tuviera respuesta. Pero allí, también por medio de parábolas, habló de los signos de los tiempos y nos reveló aquel mandamiento supremo: el mandamiento del amor; aquel que coloca nuestra vida en un sendero, haciendo de ella un camino de amor. Cuanto más amamos, más vemos el mundo con los ojos de Cristo, y más pensamos en las otras personas con la mente de Cristo.

Una vez que tomamos esa decisión de amar, empezamos a ver a las demás personas, no como una amenaza o como competidores, sino que empezamos a ver a al prójimo como una persona que es como cada uno de nosotros, con las mismas esperanzas, sueños y deseos. El amor que Jesús pide no es solo una relación que tenemos con otra persona. Es la responsabilidad que tenemos por los demás de la sociedad, especialmente por aquellos que son vulnerables: los no nacidos, las viudas y los huérfanos; los inmigrantes y refugiados; los pobres. El amor por nuestro prójimo exige que tomemos medidas para corregir las cosas cuando descubrimos que están mal.

Este mandamiento del amor, de servicio, Jesús lo instituye propiamente el Jueves Santo en la Última Cena, especialmente durante el lavatorio de los pies a sus apóstoles. Además de instituir la Eucaristía como sacramento supremo, también instituye el sacramento del Orden sagrado, pues sin sacerdotes, ¿cómo habría Eucaristía? Allí avisó a sus amigos de su inminente muerte y el lamentable hecho de la traición de Judas. En este día que para algunos representa tristeza, dolor e incluso traición, se celebran tres grandes acontecimientos: por la mañana, tenemos en primer lugar la llamada Misa Crismal, que es presidida por el Obispo Diocesano y concelebrada por su presbiterio. En ella se consagra el Santo Crisma y se bendicen los demás óleos, que se usan en la administración de los principales sacramentos. Junto con ello, todos los sacerdotes renovamos las promesas realizadas el día de nuestra ordenación. Es una manifestación de la comunión existente entre el Obispo y sus presbíteros en el sacerdocio y ministerio de Cristo. Luego ya por la tarde tenemos la Misa Vespertina donde damos introducción a la celebración del Triduo Pascual y es así como el Jueves Santo llega a su máxima relevancia.

El Viernes Santo, después de haber pasado por una serie de tribunales y haber sufrido grandes torturas y burlas, Jesús fue obligado a cargar su propia cruz hasta el lugar donde sería clavado en la misma. La crucifixión fue una forma de ejecución deliberada y asfixiante, además de lenta. Luego de estar colgado en una cruz por varias horas, el condenado se veía impedido de impulsarse hacia arriba para poder respirar y eventualmente moría sofocado. Por eso, cuando se quería acelerar este proceso, se le quebraban las piernas, algo que, no ocurrió con Jesús pues llegado este momento, ya había muerto. Esta entrega de amor que el Padre hace de su Hijo, es muestra perenne de su gran amor con la humanidad. Nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica en el n. 604: «Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a todo mérito por nuestra parte: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4, 10; cf. Jn 4, 19). «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rm 5, 8).»

En el Sábado Santo la Iglesia recuerda especialmente a nuestra Madre, la Virgen María, tras la pérdida de su Hijo, por lo que es un día que, aparentemente de dolor y tristeza, destinado al silencio, luto, y reflexión, como lo hicieron en el sepulcro María y los discípulos, se torna para nosotros en un día de esperanza en la Resurrección. Durante esta jornada, la comunidad cristiana vela junto al sepulcro en silencio. No se celebra la Eucaristía, no se tocan las campanas, el Sagrario se deja abierto y vacío, el altar está despojado y no se administra ningún sacramento excepto la Unción de los enfermos y la Confesión. Nos preparamos entonces para celebrar la gran solemnidad de la Resurrección, con la Vigilia Pascual, caída la noche.

El Domingo de Pascua es el día más importante y más alegre para todos nosotros, los católicos, ya que Jesús venció a la muerte y nos dio la vida. Esto quiere decir que Cristo nos da la oportunidad de salvarnos, de entrar al Cielo y vivir siempre felices en compañía de Dios. Pascua es el paso de la muerte a la vida.

Querida familia, vivamos intensamente esta Semana Santa. Asistamos en familia a los oficios y celebraciones propias de este tiempo. Debemos vivir en comunidad estos misterios, pues son centrales de nuestra fe. Hagámonos un propósito concreto a seguir para cada uno de los días de la Semana Santa. Y no dejemos que todo quede allí, no nos quedemos en la tumba. Resucitemos con Cristo, renovemos nuestro bautismo y seamos anunciadores del Evangelio con el ejemplo de nuestra vida.

¡Todo por el Corazón de Jesús, a través del Corazón de María!

– P. José Puerta

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