El evangelio del segundo domingo de cuaresma, a simple vista, resulta paradójico. ¿Por qué hablar de la gloria de Jesús, de ese misterio de luz, cuando estamos sumergiéndonos en los misterios de su pasión y muerte? La respuesta es simple: Muerte y resurrección son las dos caras de una misma moneda. El abajarse de Jesús (kénosis), el hacerse ser humano, tan humano que compartió la humillación y el dolor de un juicio injusto y una muerte atroz, no constituyó para Cristo una renuncia a su gloria, es decir, al honor y la dignidad que le corresponden como Dios. Al voluntariamente solidarizarse con nuestro dolor y penurias al máximo nivel, Cristo toca el fondo de nuestra condición pecadora y desde allí nos arrastra consigo para hacernos partícipes de su divinidad; es decir, para elevarnos junto con Él cuando el Padre lo confirme en su condición gloriosa -misterio de la ascensión-, luego de la resurrección. Es de esta manera que Cristo nos abre las puertas a una vida trascendente, una vida que no acaba, de tal modo que pasión, muerte y resurrección forman un todo en donde una parte no tendría sentido sin la otra.
El relato está situado entre el primer y segundo anuncio de Jesús a los discípulos de su pasión y muerte. En el mismo capitulo, Lucas narra que el Señor baja del monte y emprende el camino a Jerusalén a donde también sube para morir en otro monte, el del Calvario. Iniciando la cuaresma donde acompañamos en nuestro hoy a Jesús en su camino a la Pasión, la transfiguración es un adelanto de lo que viene después de la cruz, un spoiler de que lo sucederá en la siguiente temporada de la serie aun empezando la anterior. Lucas deja claro en la narración que Jesús está haciendo un éxodo, un camino, como el que realizaron Moisés o Elías, personajes secundarios de la escena, o el mismo Abraham protagonista de la primera lectura de hoy. Los éxodos del Antiguo Testamento refieren al éxodo de Jesús en la Pascua.
Ahora bien, importantísima es la introducción del pasaje que nos ocupa: “tomó Jesús a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto del monte para orar.” En el camino cuaresmal se nos invita, a apartarnos a orar con mayor intensidad. A orar como Él oró, a orar con Él al Padre. “Y, mientras oraba…” El ver a Jesús tal cual es, el ser testigos de la manifestación gloriosa de Jesús, solo es posible en oración. Desde la oración, desde la comunicación con Dios, es que podemos verle tal cual es. Es la oración el lugar del encuentro con Dios y la participación de su gloria; el lugar donde Dios nos cubre con su sombra.
Finalmente, un detalle que no debe pasar desapercibido es que, “Pedro y sus compañeros se caían de sueño”… tal vez estemos adormecidos, distraídos o cansados por la rutina, la desesperanza y tantas cosas que nos hacen pesado el camino; pero a pesar de ello, “se espabilaron”, despiertan y se ponen alerta, y es ahí donde pueden ver la gloria. No es solo estar en oración y piadosos, no, es también estar alertas, despiertos, vivos, para que podemos ver y participar. La cuaresma también es un tiempo para despertar, para vencer de la pereza y salir del cualquier letargo que nos arrope.
– Fray Diego Rojas, O.P.