La Cuaresma nos invita a la conversión para progresar en la reconciliación con Dios y con los hermanos. La reconciliación supone perdón, pero este no significa impunidad. Así como debemos tener claro que Dios se revela como misericordioso, tampoco podemos olvidar que se revela como justo. La misericordia no exime la justicia; por lo tanto, el perdón necesario para la reconciliación no implica simplemente hacer borrón y cuenta nueva o un simple «dejemos eso así». Sin embargo, la justicia divina difiere de la justicia humana. Precisamente eso es lo que nos enseña hoy el hermoso pasaje de la mujer adúltera.
Los escribas y fariseos, expertos en la ley, llevan ante Jesús a una mujer sorprendida en un acto castigado severamente por la ley mosaica. La traen para poner a prueba a Jesús; esperan que cometa un error y poder también acusarlo, en buen lenguaje coloquial, “matar dos pájaros de un tiro”. Para ellos, tanto Jesús como la mujer representan un problema. Y los problemas de este tipo, según su lógica, se resuelven condenando en dos niveles: en un primer nivel, menos drástico, desacreditando y menospreciando al que lo provoca; y si esto no es posible, en un segundo nivel, eliminando a la persona que lo representa. Este es, de hecho, el desenlace de la vida de Jesús que ya conocemos. Para justificar todo, se manipula la ley, la dada por Dios o la establecida por los hombres. La intención farisaica al dictar “justicia” es eliminar un problema que estorba o desestabiliza un orden conveniente para unos cuantos. Esta forma de hacer justicia, además de pervertir la ley, cosifica a la persona reduciéndola un obstáculo a eliminar.
La justicia de Dios persigue otro propósito: restaurar el orden establecido por Él para la salvación de todos. Este orden ha sido alterado por el pecado, cuya mayor consecuencia para el ser humano es su deshumanización, verdadero origen de todos los demás problemas. Es fundamental recordar que el concepto de pecado va más allá de la simple infracción de la ley. No se trata solo de una falta o delito; la revelación en Jesús nos aclara que el pecado es, ante todo, un distanciamiento del Padre, una ruptura con nuestro origen que conlleva la pérdida de sentido y de humanidad. Ese caos hizo necesario que Dios diera una ley al pueblo escogido para comenzar a restablecer el orden. Pero la ley por sí sola no era suficiente, porque la solución definitiva a esa ruptura no se encuentra en las normas. No depende solo de las formas, sino de las intenciones, es decir, del corazón.
La justicia divina se ha de entender como un ajuste de lo desajustado y no como condena y castigo por la falta o delito cometidos. Por esta razón, el énfasis de la Cuaresma no está en lo cuantitativo, es decir, cuántas faltas he cometido, de cuántas faltas debo confesarme y qué penitencia (multa) debo cumplir (pagar) para saldar la deuda Más bien, su énfasis es cualitativo: qué tan distante estoy de Dios y de mis hermanos, y qué debo hacer para volver a acercarme a ellos. Más aún, qué actitud debo adoptar, o qué actitud debo abandonar, para reconciliarme con Dios y con mis hermanos y, así, crecer en humanidad.
Esta perspectiva humanizadora es la que nos quiere enseñar este pasaje del Evangelio, desde la cual se entiende mejor la frase: “Yo tampoco te condeno”. Jesús lo dice claramente: “no he venido a condenar sino a que tengan vida”. Y, en consecuencia, se comprende mejor su exhortación: «En adelante no peques más», es decir, en el camino que te queda por recorrer en esta vida, no te alejes más de Dios.
– Fray Diego Rojas, O.P.