VISITANDO A JESÚS APRENDÍ A CAMINAR LIGERA DE EQUIPAJE

febrero 1, 2023

Debo iniciar estas líneas dando gracias a Dios por la forma extraordinaria, llena de amor y misericordia en la que Él ha ido bordando en el paño de mi vida. Hoy soy fruto de la obra de arte que ha hecho conmigo. 

Pertenezco a la Fraternidad de Vida Evangélica Misioneros de la Cruz desde el año 1993, y como Misionera de la Cruz he trabajado mucho en la implementación del Sistema Integral de Nueva Evangelización (SINE), como proceso de evangelización en diferentes parroquias en la República Dominicana. Como parte de este trabajo, he tenido que predicar con mucha frecuencia en retiros de evangelización y hablar de la necesidad que tenemos, en nuestro proceso de conversión: de vencer, de renunciar al pecado, a odios, a resentimientos y a las obras de Satanás. 

Y digo todo esto, porque en una ocasión me desperté llorando: me había hecho consciente de que me había llenado de odio y resentimiento hacia una persona, a quien había amado y en quien había confiado profundamente. Pero, también tuve conciencia de que mi llanto no era por esa persona; yo no podía cambiar los hechos, estaban ahí, lastimándome cada vez que pensaba en ello; de modo que lloraba por mí, yo que hablaba de perdón no podía, no tenía fuerzas y quizás ni tenía deseos de perdonar, de modo que lloraba por mí. 

Y lloraba porque en esos días había sido invitada a predicar en un retiro de evangelización en el cual tenía que invitar a las personas y dar testimonio de que es posible perdonar, sacar de nuestro corazón el odio, el rencor, el resentimiento; lloraba porque no sabía cómo iba a poder invitar a las personas a perdonar, cuando en ese momento yo estaba totalmente dañada. 

Me sentía atrapada en las garras de los resentimientos. ¿Cómo pararme en un retiro y hablar de perdón si yo no podía perdonar? Lloré, lloré hasta que entendí que con mis fuerzas yo no podía salir del hoyo en el que había caído. Pero Dios, en su inmensa misericordia: me llamó, me invitó a visitarlo, ahí donde siempre está, donde siempre nos espera. Empecé a ir todos los días al Santísimo, antes de la misa de las 6:30 de la mañana y luego en la tarde antes de la misa de las 6:00. Visité el Santísimo por mucho tiempo, dos veces al día y lloraba. 

Lloraba pidiéndole a Dios que cambiara a la persona que yo entendía me había lastimado. La lucha fue fuerte; pero un día el Señor me reveló que mi oración estaba equivocada, no se trataba de pedir que la otra persona cambiara, se trataba de que yo cambiara. 

Lo que pasa en otra persona es una situación personal de ella con Dios, lo que pasa en mí está en la intimidad de Dios conmigo. Mi oración cambió y empecé a pedirle al Señor, ahí en el Sagrario, con lágrimas en los ojos, que cambiara mi manera de ver, de amar y de confiar en esa persona de la forma en que Él veía, amaba y confiaba en ella. Que ya no le viera con mis ojos, sino que empezara a verla con los ojos con los que Dios la veía. Al fin entendí que Él nos ama a todos como somos, no ama nuestra situación de pecado, pero sí nos ama a cada uno de nosotros.

 

Poco a poco, mis sentimientos fueron cambiando y pude perdonar de manera absoluta, al extremo de que hoy en día a esa persona la sigo amando, pero con el amor que Dios puso en mi corazón. Ya no hay odio, no hay rencor, no hay resentimiento, ahora solo hay recuerdos buenos de su paso por mi vida. No se trata de olvidar, sino de recordar con el amor que Dios pone en nuestros corazones. 

Lo más importante de todo ese tiempo vivido fue descubrir la presencia del Señor en el Sagrario, encontrar a un amigo capaz de escucharme, de llorar conmigo, de reír conmigo, de acompañarme en mis momentos de dolor y en mis momentos de alegría. Fue encontrar el amigo incondicional que siempre está a mi lado no importa cuál circunstancia esté viviendo, siempre está ahí. 

Descubrí en el Espíritu Santo, a la persona que va marcando la senda por la que tenemos que caminar; aprendí a pedirle al Espíritu Santo poder ver lo que es invisible a los ojos humanos y más allá de la apariencia ver la persona, acercarme a ella, descubrir que en todo ser humano existe la bondad; aprendí a darme cuenta que a pesar de que en algún momento me pudiera sentir lastimada por alguien, la mayor parte de las veces no se da el hecho con tal intención.

 

Aprendí a abandonarme totalmente a la voluntad de Dios, a que los acontecimientos que nos suceden en la vida, agradables o no, son los caminos que Él va colocando en nuestra vida y en nuestro tiempo, para que encontremos la forma de vivir en intimidad con Él. Fue allí, en el Santísimo, donde descubrí realmente cuánto nos ama nuestro Padre Dios; sobre lo bueno que es tener un amigo tan fiel como Nuestro Señor Jesús y sobre todo tener un guía, como el Espíritu Santo, que nos va mostrando, nos va enseñando y nos va iluminando la senda por la que tenemos que caminar. 

Hoy en día, para mí, es una gracia poder vivir la Espiritualidad de la Cruz, una recreación seguir sirviendo en los retiros de evangelización y poder testificar que siempre es posible perdonar; que no lo podemos hacer con nuestras fuerzas, pero sí con el auxilio del Espíritu Santo, con la fuerza y el poder de lo alto que por Él nos llega. Solo tenemos que quererlo y dejar que Él mismo sea el que nos indique la forma y sane nuestras heridas. Él nos enseña a hacer nuestro viaje ligeros de equipaje.

 

– Rita Abbott Vander-Horst

Misionera de la Cruz

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